Noviembre comienza con la celebración de todos los santos. Hablar de santidad es complicadísimo puesto que la santidad es imposible para los hombres, podemos fingir que somos santos, posar a este respecto, pero lo más honesto es reconocer, con realismo, que la santidad es un don de Dios. “Ser santos es vivir como Hijos de Dios”, ha dicho Benedicto XVI. Así de simple, así de claro y así de difícil. Dios ha querido participar de su santidad a una inmensa muchedumbre de hombres y mujeres, niños y ancianos, sacerdotes y laicos, gobernantes y agricultores. ¡Hay todo tipo de santos!
En la santidad se encuentra el rostro de una cantidad innumerable de personas, una muchedumbre incontable. Ese es el modo en el que Dios muestra su ternura al mundo, son sus guiños y caricias en todos los momentos de la historia.
Y, al reconocer los méritos especiales que a cada uno de ellos los ha llevado a la santidad, se agradecen, se veneran y se aprecian los dones de Dios. Dios es un Padre Bueno, derrochador y espléndido que ha prodigado sus dones a manos llenas por todos lados. La santidad es el destino de todos los bautizados; el camino de la santidad es la ruta para todos, no hay uno solo que se pueda situar al margen de esta vocación que incluye a todos. Todos están llamados a la santidad, ese es el destino universal. Vivir los valores del Reino, hacer realidad el evangelio, ser luz en medio de la oscuridad y sal entre tantos sinsabores. Cada santo es una respuesta de Dios al mundo.
La Iglesia ha querido celebrar -en el gozo único de una sola festividad-, a todos los santos en una sola liturgia llena de sentido y expresividad. “La Iglesia Santa, todavía peregrina en la tierra, celebra la memoria de aquellos cuya compañía alegra los cielos, recibiendo así el estímulo de su ejemplo, la dicha de su patrocinio, y un día la corona del triunfo en la visión eterna de la divina Majestad” (Martirologio Romano).
De tal manera que, si bien es cierto que santo sólo es Dios, también es cierto que esa es una llamada compartida por todos, cada uno puede mostrar el amor de Dios, ser un guiño del eterno en este momento de la historia, en el que el mundo convulsiona de dolor por todos lados. Es un reto, y es casi imposible, pero es una aventura, poder vivir como hijos de Dios en medio de tanta sangre, persecución, guerra, pobreza y lamento.
Ser santo, ahora, es una exigencia para ser agua fresca en este mundo que arde en llamas.