Somos el pueblo de la vida porque hemos sido transformados por Dios; fuimos llamados a comportarnos como tal, un pueblo que da vida. Debemos ponernos al servicio de esta, lo cual no es vanagloria, sino un deber que nace de lo más profundo del ser para compartir el conocimiento, la reflexión y el análisis cuya fuente es el amor, por ello asumo el compromiso al servicio de la vida como una responsabilidad compartida.
He puesto atención en los signos de los tiempos y lo que un día ocurrió puede volver a suceder en otro contexto y situación. La vida de hoy adquiere pleno sentido cuando te das a los demás, bien sean familiares, amigos, conocidos y hasta desconocidos; lo importante es darse a los demás, iluminados por la razón y la fe. Siento la necesidad de profundizar en este trascendente hecho porque no hay amor más grande que aquel que da su tiempo, su esfuerzo y su servicio, es decir, dar la vida. En la vida cotidiana superamos y vencemos la apatía, la indiferencia y el egoísmo que por naturaleza propia del ser humano enfrenta.
Recuerdo a un amigo que ante la dificultad decía siempre: “no somos nada ni nada nos vamos a llevar”. En efecto, el hombre que entre todos los seres es polvo, hierba y vanidad es limitado, pero cuando es adoptado por Dios es parte de su familia, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, pero sí creer. Cuando esto sucede el hombre pasa de lo natural a lo sobrenatural, de lo intrascendente a lo trascendente. Por ello, con la vida, es necesario hacer llegar al corazón de cada hombre y mujer la importancia de la trascendencia del ser humano y darse a los demás.
Ante todo, deseo compartir la vida cercana, ordinaria para dar a conocer que es posible una vida en común entre la persona, la vida y su trascendencia, aunque, en realidad, no es común, porque para darse a los demás se requiere más que la disposición. Debe haber un motor que te mueva a dar por amor sin esperar algo a cambio, no obstante, siempre habrá una recompensa, desde la satisfacción de obrar bien hasta la fortaleza que aprenderás de algunas ingratitudes, porque en la debilidad está la fortaleza; es como ver en el rostro de un hombre el rostro de Dios. Esta manifestación sincera y real es un don sincero de ti mismo; el tiempo te señalará el camino que debes seguir recorriendo y, si por razones justificadas no quieres seguir, al final del túnel encontrarás la luz que te bañará con sus rayos y te abrazará diciendo “entra, bienaventurado, porque al entregarte, lo que hiciste por los demás, sin darte cuenta o, con todo conocimiento, me lo hiciste a mí”.
Cuando seamos llamados de este mundo ¿cómo te presentarás? Solo las buenas obras nos acompañarán. La vida es corta, aprovechemos cada paso, cada situación y cada momento para darse a los demás y tratarlos con toda dignidad, y cuando te rechacen sigue, sigue y sigue hasta el final. ¡Ánimo, yo he vencido al mundo!