Desde hace tiempo, la democracia ha sido una aspiración de los ciudadanos de gran parte del mundo, aunque la historia ha demostrado que también existen otras formas de gobierno, bajo circunstancias determinadas, que pueden ser buenas. La democracia, tal como la concebimos hoy, suele ser sorpresiva, demanda de consensos muchas veces difíciles de lograr, tiene sus riesgos en la participación porque requiere de una ciudadanía madura, interesada en el bienestar colectivo, cuestión que muchas veces se desvirtúa en el ejercicio del poder.
Pese a las manchas y estigmas con que la quiera señalar el ser humano, la democracia es hasta el momento la mejor forma de gobierno conocida y con la cual puede evitarse la perpetuación de personas en el poder, lograr la rendición de cuentas de los funcionarios, promover la participación activa de diversos grupos sociales, alcanzar verdaderos representantes de la voz del pueblo en el Congreso, exigir la instalación real de un estado de derecho y una vida más justa basada en el bienestar colectivo.
México hoy mismo duda de la democracia, sumergido en un marasmo de confusión e ideologías. Ha practicado la democracia dirigida que alguien famoso llamó “la democracia perfecta”, no por su esencia democrática sino por los controles del poder. Esta democracia no permitía la participación ciudadana en la toma de decisiones ni en la conformación de la agenda pública. Promovió demagógicamente la libertad confundida con un dejar hacer, pregonó los derechos civiles pero los violentó, y contó constitucionalmente con un sistema de equilibrio entre los tres poderes que en la práctica se supeditaban al Ejecutivo. La simulación era la red que alimentaba al sistema, entretejía los hechos y daba sustento a las acciones del gobierno.
El corporativismo era su plataforma para asegurar el voto. Pero… ninguna democracia puede ser perfecta porque está a cargo del quehacer humano que incumbe al área de las humanidades y la ciencia política, donde el mexicano desarrolla su filosofía del intercambio y su convivencia con los demás, mismas que suelen ser “tan imperfectas conforme menos desarrollado esté el pueblo y la cultura que ha creado”.
A lo largo del tiempo, el hombre ha buscado formas de vida que le permitan ser feliz y tener una existencia que llene sus aspiraciones. Muchos autores de la literatura han aprovechado este perenne anhelo para incluirlo en personajes o mundos que le hagan soñar. En cierta ocasión leí un libro de Irving Wallace titulado “La isla de las tres sirenas”, una novela con sentido antropológico, erótico y psicológico que pone en el centro el ideal y la utopía que gran parte de la humanidad ha imaginado. Como Moro, Rousseau, Defoe, Thoreau, Huxley, Orwell, Bradbury y muchos otros, se concibe un mundo interesante pero, al mismo tiempo, imposible.
A la tesis de Heidegger sobre que el ser humano es formador del mundo, pensadores de ayer y hoy como Sócrates, Platón, Aristóteles, Descartes, Rousseau, Nietzche, Foucault, Morin, Bauman, Eco, Chomsky y muchísimos otros, nos diseccionan partes de la realidad que ese “formador del mundo” suele no entender y nos insinúan por qué no hay una participación directa en esa “formación del mundo” en que se vive y del que forzosamente es parte activa, observador y analista pasivo, o simplemente un despreocupado transeúnte a quien no le importunan las disertaciones sobe el mundo y la vida.
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