El domingo 29 de septiembre se celebra la 110 Jornada Mundial del migrante y del refugiado. El tema de la migración ha estado presente desde el origen de la civilización, los hombres nómadas iban de un sitio a otro, permitiendo el roce interpersonal y, por supuesto, la cultura. En la historia del mundo y de los pueblos la migración vibra en lo profundo del corazón.
La Sagrada Familia experimentó la migración, fueron unos refugiados que, buscando sitio para el nacimiento de Mesías, tuvieron que abrigarse en condiciones infrahumanas. Es verdad que las escenas de miles de migrantes en las fronteras o en los mares son dolorosas, son el rostro del presente lastimado.
Las razones de la migración son muy diversas. Desgraciadamente, en nuestros días, sucede por causas terribles, naciones completas que han fracasado como estados. Se han vuelto un desastre en los que no se encuentran las condiciones normales para el desarrollo personal y la necesidad de salir en busca de condiciones mejores para el desarrollo personal y familiar.
Como ha señalado el Santo Padre en su Mensaje para esta Jornada: “Al igual que el pueblo de Israel en tiempos de Moisés, los migrantes huyen a menudo de situaciones de opresión y abusos, de inseguridad y discriminación, de falta de proyectos de desarrollo. Y así como los hebreos en el desierto, también los emigrantes encuentran muchos obstáculos en su camino: son probados por la sed y el hambre; se agotan por el trabajo y la enfermedad; se ven tentados por la desesperación”. Esta es una terrible situación que sigue repitiéndose, y ante la que, honestamente, no se ven condiciones que la frenen.
Es obvio que resultan lastimosas e hirientes las caravanas de migrantes que salen, las embarcaciones en las que huyen de sus pueblos familias enteras, y los inenarrables peligros a los que se enfrentan de enfermedad, muerte, y rupturas familiares.
Sin embargo, todas estas situaciones que enfrentan las familias, encuentran eco en el corazón de la Iglesia, porque nada hay humano que no haga vibrar el corazón de la comunidad cristiana, y hasta en el terrible asunto de la migración se puede encontrar a Dios como caminante y como compañero de viaje. Como el Dios que visita a su pueblo y camina con los suyos, inspirándoles para superar las terribles dialécticas de dolor en las que se va erigiendo la sociedad, excluyendo y teniendo el rostro del distinto.