Cualquier sorpresa, cuestionamiento o celebración del uso de la tómbola para definir cargos judiciales a elegir popularmente tiene que considerar el origen de esa idea. Es el resultado de una concepción política, de una visión personal y de un pequeño grupo. Está en la línea de que lo importante no son los cargos sino los encargos.
Un poco de desorden o caos es el ámbito ideal para quien quiera tener el control total y ejercer el poder directa y personalmente. La tómbola es un símbolo de lo que se deja al azar, al menos aparentemente, al juego de la fortuna o de la suerte. No es lo que sabes o has hecho, es el número que te toca. Non o par.
Todo inició con la implantación del método de la tómbola en la designación de candidaturas en el partido oficial. Parecía un disparate. Los que obtenían el beneficio del juego sentían que los acompañaba la suerte y no tenían conflicto con ese origen ya que nadie los cuestionaba; todos aceptaban las reglas. Desde luego rondaba la sombra del invisible pero fácilmente invocado líder máximo. Se le podía atribuir la paternidad del método que había resultado tan perfectamente benigno con personas sin carreras ni padrinos. Nada mal para principiantes. Operaba una especie de milagro: sin nada alguien quedaba en una candidatura segura. No se lo agradecían al partido ni a los líderes formales, mencionándolo o no sus afectos se dirigían al líder máximo.
Por tanto lo de la tómbola judicial tiene historia y contexto. Es una línea política que obvia procedimientos y deliberaciones. Que no sabe de méritos y capacidades. Es la afirmación de que todo es fácil, que basta sacar el número correcto para ser edil o legislador. Tiene el sello de un estilo de poder, ese donde lo más importante es la voluntad de una persona. Se masifican las candidaturas, son cantidad. Evidentemente disminuye la calidad de los cargos y empobrecen su función. No parecen ser importantes el conocimiento y la experiencia. Quien sea, quien salga. Exactamente en esa línea debemos ver la rifa del avión presidencial. Lo cual también pareció desmesurado en su momento.
Es algo personal y de grupo. Es la manera en que ven a la sociedad y a las instituciones. No se interesan en la cuestión ciudadana, todo lo simplifican. Sus cambios no son quirúrgicos, más bien son de nacateros; no usan bisturí, prefieren el hacha.
El problema es que después de desplazar cargos y estructuras no hay relevo visible e importante. Quitar es fácil desde el poder, lo complejo es sustituir eficazmente. Ni siquiera hablamos de justicia, nos conformamos con la atención elemental a la gente.
En fin, se observa con asombro que algunas ideas de cierto nivel cultural puedan llevarse a la práctica. La guerra es cultural, tiene que ver con educación y el ejercicio de la libertad. La clave estructural de toda la vida de nuestro gobierno se sostiene alegremente en la apatía y desinformación ciudadanas. Contra esa patética realidad es que se deben dirigir las iniciativas democratizadoras. Menos tómbolas y más democracia.
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