/ lunes 21 de octubre de 2024

Renovadas resistencias del machismo de siempre

Inició octubre y en México este mes ha destacado por 21 días de discursos de odio intensos. Derivado del inicio de sexenio y del arribo histórico de la primera Presidenta de la República quien lidera un movimiento político que goza de muchas simpatías y a la vez de encendidas animadversiones, los medios de comunicación, las redes sociales, así como la opinión pública en las calles se han desbordado en posiciones confrontadas, como nunca antes.

Variados han sido los temas impulsores de odio. Hoy deseo centrarme en uno que históricamente ha estado presente en la vida política de nuestro país. Ha sido tan efectivo y goza de tan buena salud que solo hasta hace unas décadas comenzó a ser señalado, analizado y discutido ampliamente. Me refiero al machismo y a una de sus herramientas más sofisticadas: la misoginia.

Hace unos meses, cuando se dio a conocer que las dos coaliciones políticas que participarían en la contienda hacia la Presidencia de la República postularían a mujeres, no dejó de causar sorpresa y señalamientos sobre la capacidad, aptitudes e independencia política de ambas candidatas. Esto causó especulación y todo tipo de declaraciones que pretendían ser muy objetivas, pero que rayaban en la misoginia más llana.

Es decir, se exhibía una supuesta inferioridad de las contendientes con relación a sus pares masculinos ya que se les tachaba de tontas, manipulables y se les violentaba a través de la burla y el descrédito. La estrategia tenía tal efecto que para muchas personas votantes fue difícil escuchar y analizar las propuestas sin identificarlas con los atavíos propios de la descalificación que reiteradamente se hacía a una y otra candidata.

Si bien la situación se maximizó dado que se trataba de las elecciones presidenciales y de proyectos de nación que han polarizado a diversos sectores de la población desde hace varios años, la misoginia en el ámbito político formal, principalmente en el de sistema de partidos, no es nueva.

Ahí tenemos el rotundo “no” que los señores congresistas dieron a la propuesta de Hermila Galindo para incluir el voto femenino en la Constitución política de 1917. Obviamente, motivados por la idea de que el lugar de las mujeres no era el de las urnas, pues su calidad humana no alcanzaba siquiera para ser consideradas como ciudadanos.

El peregrinar de las sufragistas mexicanas para que fuéramos incluidas en el falso genérico ciudadano, rindió frutos hasta 1947, pues se autorizó la participación de las mujeres en elecciones municipales. Fue hasta el 17 de octubre de 1953 que se publicó la reforma constitucional que reconocía la ciudadanía plena de las mujeres: su derecho a votar y a ser votadas. ¿Qué ha cambiado desde entonces hasta ahora?

A flor de labios, se dirá que ahora tenemos a la primera Presidenta del país, en los últimos seis años México ha contado con tres Secretarias de Gobernación, dos de ellas adultas mayores, por cierto. Los poderes legislativo y judicial han sido encabezados por mujeres, se ha impulsado la conformación de congresos paritarios en las 32 entidades de la República e incluso el poder legislativo ha visto en sus curules a personas de la comunidad de la diversidad y disidencia sexual. Desde luego, esto es un logro importante. No está a discusión.

Lo que sí se encuentra a discusión es lo que permanece y desconoce cualquier reforma constitucional: el desprecio a las mujeres que participan en la política y en la función pública, así como todo aquello que calificamos como femenino en el quehacer político.

Esto no conoce de reformas constitucionales ni de paridad. Pareciera que hay una competencia, a veces voraz, a veces enmascarada, por disminuir el papel de las mujeres en la política sexualizándolas, centrándolas en un supuesto rol reproductivo femenino y en los trabajos de cuidados o en el amor heterosexual.

No importan los índices de popularidad de las funcionarias, su capacidad de oratoria, trayectoria y oficio político. Siempre habrá un buen motivo para tacharlas con el talante machista que marca una inferioridad que ya no tiene de dónde asirse más que del lugar común con ayuda de las nuevas tecnologías y de una llamada inteligencia artificial que espejea la violencia machista que sabe utilizarla tan bien para sus fines.

¿Y quién se hará cargo para responder a todo esto? Como siempre, las mujeres en lo individual y en lo colectivo se encuentran elaborando respuestas y construyendo estrategias que exhiben en foros y en su quehacer político cotidiano. ¿Eso va a ser suficiente? ¿Qué vamos a hacer con la construcción y renovación sin fin de la misoginia no solo en la política sino también en la vida cotidiana?

Pienso en una posible respuesta y recuerdo a una campesina de la región de Los Tuxtlas, al sur de Veracruz. La última vez que la vi me comentó que ella había crecido mucho como persona desde que se integró al movimiento organizativo con otras mujeres y hombres de su localidad y de las comunidades cercanas. Ella había llegado ahí por invitación de su esposo. Sin embargo, pese a que seguían compartiendo un hogar, habían tomado caminos diferentes: ella estaba lejos de ser aquella mujer que tímidamente se integró a la organización campesina.

El día que platicamos me confió que era más consciente de sus derechos, de la valía de sus decisiones. Él veía la vida de manera estancada, sin evolución alguna, anacrónica, pues. Ya no tenían nada en común, más que su casa y el matrimonio. Hablaban lenguajes distintos. Era una situación que a ella le dolía, pero de la que él ni se percataba.

“Yo no puedo hacer que cambie de actitud”, me dijo. “Así como él, están varios señores. Tal vez si se juntaran a platicar, algo podrían hacer”. Que ellos se hicieran cargo de ese estancamiento de su ser y hacer iba a estar difícil, pero ni ella ni sus compañeras iban a echarse en hombros la pesada tarea de impulsar la transformación de sujetos que no deseaban cambiar. Justo así está el país. Con un orgullo grande por presenciar cambios sustantivos o con gran pesar por el mismo motivo, pero sin dialogar o impulsar escenarios distintos sobre los temas de fondo.

El avance de las mujeres en la política, así como en otros aspectos de la vida, es un tema que viste bien cuando decimos que lo aprobamos e impulsamos. Del machismo que prevalece y su quehacer misógino poco hablamos porque es nuestra segunda piel, aunque no de todas, no de todos.

Recordemos que ese avance no se dio por arte de magia. Tuvo lugar porque algunas pusieron en el ámbito nacional temas como los derechos humanos de las mujeres, la igualdad y paridad e insistieron durante décadas al respecto.

La insistencia caló tan hondo que incluso hizo presencia en las zonas más alejadas, como tuve oportunidad de escucharlo de labios de mis interlocutoras en Los Tuxtlas. No veo que hagan lo mismo quienes impulsan toda esa corriente de las masculinidades críticas o “nuevas” masculinidades. Poco salen de la academia o de los pequeños grupos de discusión.

Tienen una tarea difícil y de larga duración, sobre todo porque implica renunciar al privilegio del ejercicio del machismo e imaginar y construir un mundo distinto. Implica involucrar a todos, pero también a todas y todes. No hay que pensarlo mucho, el machismo mata y mina al país.


*Coordinador del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana.