“La sinodalidad es ante todo una disposición espiritual que impregna la vida cotidiana de los bautizados y todos los aspectos de la misión de la Iglesia” (Documento Final 43), y es que, por situarnos en el aparador de las novedades, podemos jalonar el término espiritualidad y sinodalidad para todo y, esto que dice es muy simple y complejo, se trata de una disposición a vivir según el aire fresco del Espíritu, en lo cotidiano de la vida, en el silencio y lo ordinario del día a día, es ahí donde se vive la espiritualidad, si no ¿dónde?
“Una espiritualidad sinodal exige ascesis, humildad, paciencia y disponibilidad para perdonar y ser perdonado” (Documento Final 43), tres afirmaciones muy serias, ante las que hay que ir con detenimiento. Humildad, en esta sociedad de las camarillas y los reflectores, vivir desde la sencillez de la propia verdad, teniendo la valentía de detenerse ante el carrusel de fotos que nos venden bien parados y nos posicionan como especiales. ¡Vaya! Paciencia en estos tiempos de impaciencia y desesperación.
“Sin ambiciones, ni envidias, ni deseos de dominio y control” (Documento Final 43), esos deseos de controlarlo todo, de dominar, de imponernos ante los demás, de pararnos con pies de plomo y que se cumpla nuestra “santa” voluntad, de estar a la derecha y a la izquierda, siendo influyentes, importantes, con renombre. Eso que, por otras entidades es bien visto y valorado con aprecio, está fuera del alcance del seguimiento de Cristo y de la espiritualidad cristiana, y la sinodalidad quiere ser un antídoto para ello.
“Nadie puede recorrer solo un camino de auténtica espiritualidad. Necesitamos acompañamiento y apoyo, incluida la formación y la dirección espiritual, como individuos y como comunidad” (Documento Final 43), es evidente que lo sinodal es lo opuesto a lo individual, por eso la rotunda claridad de que nadie puede andar por esta ruta sin otro, sin acompañamiento, sin dirección.
Se nos dice lo que siempre se ha dicho, los principios generales de la vida espiritual, pero que, han quedado un poco empolvados por tanta cosa que se nos ha venido encima y que, volver a ello, a los orígenes, nos permite entonar un cántico nuevo, una bella sinfonía, el canto de una Iglesia que no actúa montando cruzadas sino enamorando corazones, encendiendo luces, acompañando, “provocando alegría, asombro, gratitud y renovación”.