Hemos construido una ciencia objetiva, fría, individualista, verificable y precisa, tan precisa que utiliza un léxico lleno de tecnicismos y anglicismos desconocidos. En esa ciencia, las y los científicos nos hemos convertido en una especie de sacerdotes preconciliares de un nuevo culto donde la bata emula al alba. Hablamos en un nuevo latín desconocido para un público profano y desconocedor del lenguaje científico usando términos incomprensibles y realizando experimentos inexplicables para la mayoría. Esa ciencia suele estar de espaldas a la gente, viviendo en un mundo aparte, alejado de la sociedad, sus necesidades y problemas.
Enfrascada en dar soluciones que muchas veces mejorarán la vida de las personas y del medio ambiente, pero sin ser capaz de ser comprendida por quienes se beneficiarán de ella.
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La ciencia, como nosotros es fruto de nuestro tiempo, de manera que los conocimientos evolucionan, crecen y maduran de un modo colectivo y solidario. En esa frialdad, objetividad e individualismo que propone la ciencia perdemos la riqueza de nuestras emociones. ¿Se imaginan el asombro de Darwin cuando visitó las Islas Galápago?
En realidad, vio lo mismo que el resto de la tripulación del Beagle, pero fue el único que miró a los pinzones de otra manera. Su asombro, su forma distinta de mirar el mundo fue la semilla que germinó durante más de veinte años hasta que tomó la forma revolucionaria del Origen de las Especies. O, ¿qué emociones abrumarían a Sarah Gilbert cuando el público del estadio de Wimbledon la ovacionó durante cinco minutos por su desarrollo de una vacuna anti Covid-19?
Las científicas seguimos siendo niñas que nos asombramos mirando cada día con nuevos ojos el mundo que nos rodea. Nuestra interminable capacidad de asombro nos brinda la alegría y, por tanto, la resiliencia necesaria para seguir descubriendo, inventando y construyendo.
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Es por eso, que la divulgación cara a cara es tan nutricia: la gente es un espejo de nosotras mismas, de nuestro asombro, de nuestra sonrisa al aprender algo nuevo. Cuando vemos a niñas sonreír ante un volcán de bicarbonato, descubrir el mundo de lo invisible con un microscopio, construir composteros y cuidar huertas nos alimentamos de la esperanza de un futuro en el que la ciencia no estará de espaldas a la sociedad, sino integrada a ella. Dejaremos de ser los malos de las películas de superhéroes. Porque en realidad, solo queremos un mejor futuro, un mundo mejor donde quepamos todas y todas.
*Instituto de Ciencias Básicas UV