/ domingo 18 de marzo de 2018

Stephen Hawking: La paradoja de los cordones

Asuntos Pendientes Antes de Morir

Una mañana de 1962, mientras se alistaba para acudir al University College de Oxford en el cual cursaba su último año, Stephen Hawking se calzó los zapatos y, al momento de anudar los cordones, experimentó una dificultad que no se correspondía con la mente de un hombre joven que era capaz de realizar complejas ecuaciones matemáticas y plantearse intrincados teoremas en el campo de la física teórica.

Hawking, quien entonces había cumplido 20 años, aquella mañana tardó más del tiempo promedio que tomaría a cualquier persona anudarse los zapatos, pero no le dio demasiada importancia, al menos no en ese momento.

Faltaban unos cuantos meses para que obtuviese su BA en Ciencias Naturales con una especialización en Física —el cual de aprobar en primera clase y con honores le permitiría acceder a la Universidad de Cambridge—, y Hawking continuó con sus rutinas que pasaban, además de las clases, por ser parte del equipo de remo del University College Boat Club y un repentino y —por lo mismo— sorprendente interés por la música clásica y la ciencia ficción.

Luego de unos días, aquella dificultad para anudarse los zapatos se repitió. Y algo similar ocurrió cuando se ejercitaba con el equipo de remo: fallaba en la sincronía y las fuerzas parecían abandonarle por momentos. Un día cayó torpemente de las escaleras, y otros más comenzó a experimentar dificultades para hablar. Su soberbia mente, no obstante, se hallaba intacta.

Hawking obtuvo su BA con honores en primera clase, y en octubre de 1962 ingresó a Trinity Hall, en Cambridge, para comenzar con sus estudios de postgrado en Cosmología. La Navidad de ese año, cuando volvió a casa de sus padres, estos cayeron en la cuenta de que algo andaba mal. Los estudios médicos fueron minuciosos y largos, pero unas semanas después de que cumpliese 21 años, fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), y su esperanza de vida cifrada en, cuando mucho, dos años.

El cuerpo humano, al igual que el Universo, es un concepto complicado. De acuerdo a la ALS Association, una organización sin fines de lucro situada en Washington DC, la esclerosis lateral amiotrófica es “una enfermedad neurodegenerativa progresiva que afecta a las células nerviosas del cerebro y la médula espinal”; tales células son conocidas también como neuronas motoras. Cuando estas se atrofian y mueren, “el cerebro pierde la capacidad de iniciar y controlar el movimiento de los músculos”. Consecuentemente, el movimiento más simple e irreflexivo en la vida cotidiana de los seres humanos —como lo podría ser levantar un dedo, guiñar un ojo, sacar la lengua o simplemente caminar—, se convierte en una acción imposible de llevar a cabo.

Por más digerible que sea esta explicación, quienes no han padecido ELA la hallarán incomprensible. Pongámoslo así: un día, por las razones que sean, comienzan a morir los pilotos de aviones, los maquinistas, los taxistas, los conductores del transporte público de cualquier país del mundo. De modo que un día no puedes transportarte al otro lado de la ciudad, tampoco puedes llegar al estado vecino y eventualmente no podrás salir del país. En la lógica de un pensamiento lineal e irreflexivo, queremos creer —anhelamos creer— que se trata de un evento temporal, que mañana, pasado o dentro de un mes, el gobierno capacitará a nuevos pilotos, taxistas, maquinistas, conductores de transporte público. Pero no será así porque esos seres eran únicos, y una vez muertos no hay posibilidad de reemplazarlos.

Paradójica y cruelmente, la ELA no afecta las funciones cerebrales que no están vinculadas a la función motriz, es decir: la inteligencia y la sensibilidad se mantienen intactas, los músculos de los esfínteres también se mantienen sin alteración, y el entramado muscular que rodea a los ojos apenas y resulta afectado. En otras palabras: uno es consciente de todo lo que ocurre en uno mismo, en el mundo y, con un poco de ambición, en el Universo.

Como si el peso de cinco atmósferas lo hubiese aplastado, el cuerpo de Hawking poco a poco quedó inmóvil. Un día dejó de caminar, otro de moverse, uno más de hacer inteligibles sus palabras. Y en ocasión de una neumonía que lo aquejó en 1985, y una consecuente traqueotomía para salvarle la vida, de hablar con su propia voz.

La tecnología y esa maldita-bendita excepción que hace la ELA al no afectar los músculos que rodean los ojos, le permitió accionar a partir de una de sus mejillas el comando de un sensor y adquirir una nueva voz, una voz robótica que sólo le pertenece a él y que, sin embargo, en nuestra imaginación parecía provenir de algún planeta lejano.

Una mañana —tuvo que haber sido una mañana—, cuando todavía podía sostener el peso de su cabeza en los músculos de su cuello, Stephen Hawking recordó el momento en que todo comenzó. Y miró sus zapatos, los cordones desanudados, el Big Bang, el Universo en desorden, su vida en apogeo como la de una supernova, y luego un agujero negro que se traga la materia, la existencia misma, pero que, pese a todo, es capaz en cierto momento de vomitar, expeler, crear la vida. Echó entonces la cabeza hacia atrás, la dejó caer, y miró las estrellas en busca de alguna respuesta.

Creo que no pudo hallarla. Y si no pudo él, mucho menos lo haremos nosotros. Pero se acercó tanto que nos dejó una pista:

Recuerda mirar a las estrellas, no a tus pies. Trata de hallarle sentido a lo que ves y pregúntate qué es lo que hace que el Universo exista.


asuntospendientesantesdemorir.com

Twitter: @Andres_M_Tapia


Una mañana de 1962, mientras se alistaba para acudir al University College de Oxford en el cual cursaba su último año, Stephen Hawking se calzó los zapatos y, al momento de anudar los cordones, experimentó una dificultad que no se correspondía con la mente de un hombre joven que era capaz de realizar complejas ecuaciones matemáticas y plantearse intrincados teoremas en el campo de la física teórica.

Hawking, quien entonces había cumplido 20 años, aquella mañana tardó más del tiempo promedio que tomaría a cualquier persona anudarse los zapatos, pero no le dio demasiada importancia, al menos no en ese momento.

Faltaban unos cuantos meses para que obtuviese su BA en Ciencias Naturales con una especialización en Física —el cual de aprobar en primera clase y con honores le permitiría acceder a la Universidad de Cambridge—, y Hawking continuó con sus rutinas que pasaban, además de las clases, por ser parte del equipo de remo del University College Boat Club y un repentino y —por lo mismo— sorprendente interés por la música clásica y la ciencia ficción.

Luego de unos días, aquella dificultad para anudarse los zapatos se repitió. Y algo similar ocurrió cuando se ejercitaba con el equipo de remo: fallaba en la sincronía y las fuerzas parecían abandonarle por momentos. Un día cayó torpemente de las escaleras, y otros más comenzó a experimentar dificultades para hablar. Su soberbia mente, no obstante, se hallaba intacta.

Hawking obtuvo su BA con honores en primera clase, y en octubre de 1962 ingresó a Trinity Hall, en Cambridge, para comenzar con sus estudios de postgrado en Cosmología. La Navidad de ese año, cuando volvió a casa de sus padres, estos cayeron en la cuenta de que algo andaba mal. Los estudios médicos fueron minuciosos y largos, pero unas semanas después de que cumpliese 21 años, fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), y su esperanza de vida cifrada en, cuando mucho, dos años.

El cuerpo humano, al igual que el Universo, es un concepto complicado. De acuerdo a la ALS Association, una organización sin fines de lucro situada en Washington DC, la esclerosis lateral amiotrófica es “una enfermedad neurodegenerativa progresiva que afecta a las células nerviosas del cerebro y la médula espinal”; tales células son conocidas también como neuronas motoras. Cuando estas se atrofian y mueren, “el cerebro pierde la capacidad de iniciar y controlar el movimiento de los músculos”. Consecuentemente, el movimiento más simple e irreflexivo en la vida cotidiana de los seres humanos —como lo podría ser levantar un dedo, guiñar un ojo, sacar la lengua o simplemente caminar—, se convierte en una acción imposible de llevar a cabo.

Por más digerible que sea esta explicación, quienes no han padecido ELA la hallarán incomprensible. Pongámoslo así: un día, por las razones que sean, comienzan a morir los pilotos de aviones, los maquinistas, los taxistas, los conductores del transporte público de cualquier país del mundo. De modo que un día no puedes transportarte al otro lado de la ciudad, tampoco puedes llegar al estado vecino y eventualmente no podrás salir del país. En la lógica de un pensamiento lineal e irreflexivo, queremos creer —anhelamos creer— que se trata de un evento temporal, que mañana, pasado o dentro de un mes, el gobierno capacitará a nuevos pilotos, taxistas, maquinistas, conductores de transporte público. Pero no será así porque esos seres eran únicos, y una vez muertos no hay posibilidad de reemplazarlos.

Paradójica y cruelmente, la ELA no afecta las funciones cerebrales que no están vinculadas a la función motriz, es decir: la inteligencia y la sensibilidad se mantienen intactas, los músculos de los esfínteres también se mantienen sin alteración, y el entramado muscular que rodea a los ojos apenas y resulta afectado. En otras palabras: uno es consciente de todo lo que ocurre en uno mismo, en el mundo y, con un poco de ambición, en el Universo.

Como si el peso de cinco atmósferas lo hubiese aplastado, el cuerpo de Hawking poco a poco quedó inmóvil. Un día dejó de caminar, otro de moverse, uno más de hacer inteligibles sus palabras. Y en ocasión de una neumonía que lo aquejó en 1985, y una consecuente traqueotomía para salvarle la vida, de hablar con su propia voz.

La tecnología y esa maldita-bendita excepción que hace la ELA al no afectar los músculos que rodean los ojos, le permitió accionar a partir de una de sus mejillas el comando de un sensor y adquirir una nueva voz, una voz robótica que sólo le pertenece a él y que, sin embargo, en nuestra imaginación parecía provenir de algún planeta lejano.

Una mañana —tuvo que haber sido una mañana—, cuando todavía podía sostener el peso de su cabeza en los músculos de su cuello, Stephen Hawking recordó el momento en que todo comenzó. Y miró sus zapatos, los cordones desanudados, el Big Bang, el Universo en desorden, su vida en apogeo como la de una supernova, y luego un agujero negro que se traga la materia, la existencia misma, pero que, pese a todo, es capaz en cierto momento de vomitar, expeler, crear la vida. Echó entonces la cabeza hacia atrás, la dejó caer, y miró las estrellas en busca de alguna respuesta.

Creo que no pudo hallarla. Y si no pudo él, mucho menos lo haremos nosotros. Pero se acercó tanto que nos dejó una pista:

Recuerda mirar a las estrellas, no a tus pies. Trata de hallarle sentido a lo que ves y pregúntate qué es lo que hace que el Universo exista.


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