Por la ventana del restaurante podía ver cómo el cielo descargaba su furia en agua y viento. Era lunes 1 de junio de 2009.
Mientras apuraba un güisqui para controlar el mar de recuerdos que se agolpaban en mi mente, no podía dejar de ver a Sofía, enfrente de mí, sonriente, con sus labios gruesos, con la mirada inquisidora de siempre y con el resumen de la historia de su vida.
La había conocido 20 años atrás, en el verano de 1989, mientras realizaba estudios clericales, dispuesto a ser sacerdote. En ese verano, antes de tomar un curso de música en la ciudad de Orizaba, realizamos un viaje de recreo a Carrizal, para pernoctar en Actopan. No sé cómo me descubrió, pero su mirada profunda se clavó en mí y me inquietó profundamente.
Me sonrió, le sonreí, me miró, la miré y me acerqué al fuego dulce del amor humano, vetado, prohibido, condenado por mi status y mi condición de aspirante a ser testigo de lo eterno en el tiempo, a pesar de mi naturaleza terrena. Platicamos largo. Me contó de su trabajo, de su hermana y su madre, de su infancia en Cosautlán y de mil cosas ingenuas, superfluas para alguien como yo, concentrado en cosas divinas, absolutas y etéreas.
II
Su mirada, sus movimientos en el agua, su coquetería me encantaron y caí en el juego. Sabía que estaba rompiendo las reglas, que me acercaba a lo prohibido, que jugaba con fuego, pero no me detuve. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Mis casi 18 años se agolparon en mi mente, en mis brazos, en mis piernas y en todo mi ser.
No podía creerlo, el joven que caminaba por los pasillos del exconvento en blanquísima sotana, que tomaba latín, griego, epistemología e historia de la salvación; el muchacho que llevaba la sagrada comunión a los enfermos, que enseñaba catecismo a niños e incluso que era invitado por jóvenes matrimonios para que les diera consejo de fidelidad, de pureza y castidad, estaba ahí, en medio del estanque con la sangre en vértigo. Ni la fe, ni la conciencia, ni la doctrina, ni el infierno importaron en ese momento. Ninguna predicación era válida, ningún mandamiento, nada podía detener el arranque de la naturaleza.
Y Sofía estaba ahí, enfrente de mí, joven como yo, radiante, con un traje de baño coqueto, rojo, mostrando todo lo que el iluso mortal estaba dejando, abandonando, entregando, por el Reino de los cielos. Antes de despedirnos, mientras mis colegas abordaban apresurados el vehículo que nos llevaría a Actopan, nos quedamos solos en la alberca. Eso queríamos, eso pretendíamos. Mis circunstancias no me permitían tomar la iniciativa. ¿Por qué? ¿Acaso no fue Eva la que le mostró a Adán la jugosa manzana paradisíaca? Igual en ese momento tenía que ser yo el seducido, el arrebatado, el que caminara, empujado por un par de turgentes senos, al cadalso de mis pasiones.
III
No sé qué haya pasado por la cabeza de Sofía, quizá nada, quizá sólo siguió, al igual que yo, sus impulsos, y me besó con un beso fuerte, apasionado, intenso, abierto a las posibilidades. Con miedo, con temor, con peso de conciencia ya, le pedí su teléfono, le di el mío, le pregunté si podía verla el siguiente lunes, y nos despedimos.
La vi el lunes en palacio de gobierno. Recorrimos el parque Juárez a besos, de banca en banca, huyendo de las miradas de los paseantes. Huyendo de juicios inquisidores llegamos a un hotel y nos escondimos en nuestros cuerpos. El tiempo se detuvo. El líquido etéreo del amor inundó la habitación. Los sentidos se colapsaron. Fue un encuentro intenso, pleno, paroxístico. Su boca de durazno abierto recorrió mi cuerpo. Mis manos no sólo querían explorar su reconditez, sino arrancar su corazón de un tajo, de un golpe, impulsado por algo más que la explosiva energía sexual de mi cuerpo.
III
Y 20 años después, el 1 de junio de 2009, ahí estaba. El aire azotaba las palmeras de Ávila Camacho. Detrás de los grandes ventanales miraba los autos luchar contra ríos de agua. Había pasado tanto tiempo desde ese verano, y ahí estaba, con un vestido escotado de la espalda que mostraba un cuerpo maduro, firme, bello. Su boca jugosa y sus labios inquietos, excitantes, me hablaron de su vida.
El aire embravecido sazonó nuestros recuerdos, nos abrazó en esa tarde tormentosa, agotada por la fuerza de la lluvia. Me habló de su vida actual, de su matrimonio, de mil cosas que sólo escuchaba a la distancia, concentrado en los recuerdos, en las horas gloriosas de 20 años atrás. Intercambiamos teléfonos.
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Por la noche soñé con ella y en el sueño se vinieron de un golpe todos los recuerdos. Desperté sudando y de un tirón escribí esta historia. El martes 2 de junio no pude resistir y le mandé un mensaje: “Sofía, aún no puedo digerir el encuentro de ayer. Fue maravilloso y sigo impresionado, ojalá pueda verte otra vez”. A los dos minutos, alguien del otro lado, me contestó: “¿Quién es usted? Sofía falleció el 1 de junio del año pasado. Ella ya no puede contestarle”.
El mensaje me dio miedo, cerré el teléfono celular, borré el número que me había dado el lunes 1 de junio y jamás volví a saber de ella. De vez en cuando la recuerdo. De vez en cuando creo ver a una mujer joven, de vestido rojo, que me mira de reojo. Igual es ella. Aunque me da miedo, pienso como José Alfredo y Chavela, que igual en el último trago nos vamos.