/ domingo 23 de mayo de 2021

Relatos dominicales: Jamás creyó en el Covid-19 y ahora vaga en la oscuridad

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre un hombre que no creía en el Coronavirus y al final el virus le quito la vida

Xalapa, Ver.-Murió solo en una cama de hospital público, conectado a un respirador artificial. Nunca creyó en la pandemia del COVID-19. Decía que era un cuento de la postmodernidad. Había leído sobre las principales teorías de conspiración y se había reído lo mismo del espectro electromagnético del 5G que de los misiles lanzados contra Bill Gates. Al final, decía, este terror mundial forma parte de un complot para quitarnos la libertad.

No creía en el COVID-19 hasta que cayó enfermo de gripe, con malestar de cuerpo y fue hospitalizado porque le faltaba aire. Pensó en que pronto estaría bien y que regresaría a su casa, al lado de sus hijos, para seguir en sus proyectos, fundar su editorial, terminar su Maestría y construir la casa grande en la que había soñado, con una biblioteca bien iluminada y un amplio jardín.

Antes de expirar el último hálito vital, en una coma inducida por la intubación, José Camilo recordó el último momento de su vida en el que fue feliz, cuando en la navidad pasada sus hijos le hicieron de cenar y lo abrazaron, diciéndole que deseaban tenerlo por muchos años cerca, a su lado, disfrutando la vida que ese día se le cortaba para siempre.

II

No era un hombre religioso. Le gustaba vivir como si Dios no existiera y más bien se definía como un “agnóstico”, porque como lo había leído en un viejo diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, consideraba que “es inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia”.

Un día, al desempolvar de su biblioteca una edición Reina-Valera Contemporánea de la Biblia y al abrir el Eclesiastés, se topó con este versículo: “Ciertamente, los que viven saben que un día morirán; pero los muertos nada saben ni nada esperan, porque su memoria queda en el olvido”. Ese día había terminado de leer El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince y pensó que el texto bíblico se equivocaba, porque en las letras se podía conservar la memoria para la posteridad.

Por eso todos los días se esforzaba por trascender, porque su nombre quedara en la impronta de la historia, porque su obra fuera recordada allende la frontera de la muerte. La inmortalidad se convirtió en una obsesión en su vida. Por eso, cuando empezó la pandemia del COVID-19 siguió su vida con toda normalidad. No usaba cubrebocas, porque decía que todas las mañanas hacía gárgaras con agua de sal. —No pasa nada, hombre. Esto no es real.

III

Era tanta su obsesión por la eternidad, que cuando murió no se dio cuenta. Escuchó a médicos y enfermeras trajinando a su lado. Sintió piquetes, electroshocks, movimiento de mangueras en su nariz y garganta y hasta el diagnóstico de muerte clínica, pero José Camilo seguía tranquilo, consciente, preocupado de cómo levantarse, caminar a su casa, meterse a su biblioteca o perderse con sus amantes en un departamento que tenía por Los Lagos de El Dique.

Jamás se imaginó, que como leyó alguna vez en “Los que ignoran que están muertos”, enfrentaría esa descripción de Amado Nervo: “Los muertos —me había dicho varias veces mi amigo el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces también, la misma observación en mis lecturas,— los muertos, señor mío, no saben que se han muerto. No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se los dice, para despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo”.

José Camilo se veía en esa oscura biblioteca, leyendo: “Los menos puros, los que han muerto más apegados a las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de una desorientación por todo extremo angustiosos. Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le duele el miembro que se le segregó”.

IV

Cuando llegó a su casa vio a sus hijos llorar desconsolados. Quiso abrazarlos, pero no pudo. Se fue a La Caña en Los Lagos del Dique y ya no existía, estaba cerrada. Se metió al bar La Chiripa, para tocar derrieres de meseras y ninguna le hizo caso para tomar la orden de la cerveza de siempre. Llamó por teléfono a sus amigos y ninguno le contestó. Fue al aula universitaria donde daba clase y nadie le reconoció.

Vagó por la ciudad, se metió a los bares de mala muerte que le gustaban, entró a las fondas de siempre y en todas las miradas encontró vacío y olvido. Sintió nostalgia, dolor por lo que había sido; intentó llorar, tampoco pudo. En lugar de lágrimas, un viento helado recorrió su rostro. El viento lo abrazó, lo envolvió y se lo llevó a quién sabe dónde.

Algunos amigos me han dicho que lo han visto a lo lejos, vestido con la ropa de siempre, soberbio, engreído, pagado de sí mismo, dueño de sí, de la vida y la eternidad. Él cree que está vivo, pero en realidad está muerto y en la oscuridad del olvido.

Xalapa, Ver.-Murió solo en una cama de hospital público, conectado a un respirador artificial. Nunca creyó en la pandemia del COVID-19. Decía que era un cuento de la postmodernidad. Había leído sobre las principales teorías de conspiración y se había reído lo mismo del espectro electromagnético del 5G que de los misiles lanzados contra Bill Gates. Al final, decía, este terror mundial forma parte de un complot para quitarnos la libertad.

No creía en el COVID-19 hasta que cayó enfermo de gripe, con malestar de cuerpo y fue hospitalizado porque le faltaba aire. Pensó en que pronto estaría bien y que regresaría a su casa, al lado de sus hijos, para seguir en sus proyectos, fundar su editorial, terminar su Maestría y construir la casa grande en la que había soñado, con una biblioteca bien iluminada y un amplio jardín.

Antes de expirar el último hálito vital, en una coma inducida por la intubación, José Camilo recordó el último momento de su vida en el que fue feliz, cuando en la navidad pasada sus hijos le hicieron de cenar y lo abrazaron, diciéndole que deseaban tenerlo por muchos años cerca, a su lado, disfrutando la vida que ese día se le cortaba para siempre.

II

No era un hombre religioso. Le gustaba vivir como si Dios no existiera y más bien se definía como un “agnóstico”, porque como lo había leído en un viejo diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, consideraba que “es inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia”.

Un día, al desempolvar de su biblioteca una edición Reina-Valera Contemporánea de la Biblia y al abrir el Eclesiastés, se topó con este versículo: “Ciertamente, los que viven saben que un día morirán; pero los muertos nada saben ni nada esperan, porque su memoria queda en el olvido”. Ese día había terminado de leer El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince y pensó que el texto bíblico se equivocaba, porque en las letras se podía conservar la memoria para la posteridad.

Por eso todos los días se esforzaba por trascender, porque su nombre quedara en la impronta de la historia, porque su obra fuera recordada allende la frontera de la muerte. La inmortalidad se convirtió en una obsesión en su vida. Por eso, cuando empezó la pandemia del COVID-19 siguió su vida con toda normalidad. No usaba cubrebocas, porque decía que todas las mañanas hacía gárgaras con agua de sal. —No pasa nada, hombre. Esto no es real.

III

Era tanta su obsesión por la eternidad, que cuando murió no se dio cuenta. Escuchó a médicos y enfermeras trajinando a su lado. Sintió piquetes, electroshocks, movimiento de mangueras en su nariz y garganta y hasta el diagnóstico de muerte clínica, pero José Camilo seguía tranquilo, consciente, preocupado de cómo levantarse, caminar a su casa, meterse a su biblioteca o perderse con sus amantes en un departamento que tenía por Los Lagos de El Dique.

Jamás se imaginó, que como leyó alguna vez en “Los que ignoran que están muertos”, enfrentaría esa descripción de Amado Nervo: “Los muertos —me había dicho varias veces mi amigo el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces también, la misma observación en mis lecturas,— los muertos, señor mío, no saben que se han muerto. No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se los dice, para despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo”.

José Camilo se veía en esa oscura biblioteca, leyendo: “Los menos puros, los que han muerto más apegados a las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de una desorientación por todo extremo angustiosos. Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le duele el miembro que se le segregó”.

IV

Cuando llegó a su casa vio a sus hijos llorar desconsolados. Quiso abrazarlos, pero no pudo. Se fue a La Caña en Los Lagos del Dique y ya no existía, estaba cerrada. Se metió al bar La Chiripa, para tocar derrieres de meseras y ninguna le hizo caso para tomar la orden de la cerveza de siempre. Llamó por teléfono a sus amigos y ninguno le contestó. Fue al aula universitaria donde daba clase y nadie le reconoció.

Vagó por la ciudad, se metió a los bares de mala muerte que le gustaban, entró a las fondas de siempre y en todas las miradas encontró vacío y olvido. Sintió nostalgia, dolor por lo que había sido; intentó llorar, tampoco pudo. En lugar de lágrimas, un viento helado recorrió su rostro. El viento lo abrazó, lo envolvió y se lo llevó a quién sabe dónde.

Algunos amigos me han dicho que lo han visto a lo lejos, vestido con la ropa de siempre, soberbio, engreído, pagado de sí mismo, dueño de sí, de la vida y la eternidad. Él cree que está vivo, pero en realidad está muerto y en la oscuridad del olvido.

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