Cuando despertó, Sten se dio cuenta que estaba muerto. No supo cómo pasó. Salió de su casa y caminó a “La Glace” y cuando pidió en el mostrador una pieza de Noddebo Praesteterte, nadie le contestó porque nadie lo veía. Recordó el sabor de las avellanas y las nueces horneadas en esa pieza de pan que sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos habían probado en esta panadería desde que se fundó un 8 de octubre de 1870.
Sabía que estaba muerto, pero aún no lo creía e intentaba, con tranquilidad, convencerse de que quizá sólo era una mala mañana. Antes de salir del número 3 de Skoubogade, esta famosa calle de la capital danesa, vio cómo le servían a un comensal una taza de chocolate caliente con nata montada. A su mente llegó un leve recuerdo de esa sensación que nosotros los vivos llamamos el sabor de algo delicioso.
Cuando Darin McNabb me contó su historia, me quedé sorprendido. ¿Cómo es posible esto?, le lancé a bocajarro. “Vivir sin haber vivido es una idea que de verdad espanta”, me dijo mi antiguo profesor de filosofía en la Universidad Veracruzana, ahora con un canal en YouTube “La Fonda Filosófica”. Sí, pensé, algunos vivimos sin saber que existimos y de pronto nos alcanza la muerte y así nos vamos, sin haber saboreado la existencia.
La vida de Sten, un nombre danés muy común, cuyo significado está relacionado con “piedra”, suele ser el tipo de vida ordinario en nuestro entorno y en la que todos de pronto podemos quedarnos. Sí, lo ordinario, el intento de sobrevivir, la monotonía, nos puede llevar en ese río vertiginoso que es la vida, sin que podamos detenernos para ponernos a pensar en la oportunidad de la existencia.
Ese día, mientras reflexionaba en el viejo Sten, de quien ya nadie se acuerda, ni las despachadoras de pan de “La Glace”, pensé en el viejo Soren Kierkegaard, el precursor del existencialismo y una vez más cuestioné su angustiada vida.
Lo primero que me vino a la cabeza fue su desprecio a la joven y hermosa Regine Olsen, su prometida, la mujer de su vida a quien luego de enamorarla le dio la espalda, para seguir, con temor y temblor, en su carrera filosófica.
Me la imaginé, con esos ojos grandes, brillantes, sus cabellos rizados y su boca jugosa, rogándole, en el número 38 de Nørregade, que no la dejara. Y vi al viejo Soren contestando fríamente: “Bueno, sí, en diez años, cuando haya comenzado a calmarme y necesite una joven lujuriosa para que me rejuvenezca”. Pufff. No fue la mejor respuesta, ni la más caballerosa ni la más prudente, pero fue la respuesta para alejarla de su vida.
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Con todo, seguí pensando, su aportación a la filosofía fue muy valiosa. Sobre todo, para darnos luz de la importancia de “estar fuera”, en la existencia, en la fiesta del mundo, a pesar de lo que hoy se podría calificar de sombría vida, en una ciudad como Copenhague, que ha sido calificada como la más feliz del mundo. “Hygge (juga)”, dicen los daneses. Se trata de la calma y el calor del hogar, como lo llama Meik Wiking, autor de Hygge, la felicidad en las pequeñas cosas, un libro que vale la pena leer.
Nota publicada en Diario de Xalapa