Ella lo esperaba ahí como cada año. No podía olvidarlo, porque su amor era más fuerte que la muerte.
Trémula, emocionada, quieta, se plantaba junto a la pequeña veladora y el ramo de cempasúchil que cuidadosamente había colocado en un altar, convencida de que esa flor de luz lo guiaría del Mictlán a la tierra de los vivos.
Él llegaba, con el permiso de los ancestros, a recorrer los pasos que le alimentaron el alma, que hicieron correr su sangre con el vértigo que sólo los muertos pueden identificar. Lo había escuchado en la serie Alguien tiene que morir, de Netflix: es como si cayeras a un precipicio y cuando estás a punto de estrellarte entre las rocas, empiezas a volar. Sí, así, con el corazón desbordante, divisando el horizonte rojo de un atardecer, mientras el aire fresco toca tu rostro, dándote cuenta de que estás vivo.
Con ese espíritu regresaba, se asomaba a los ojos de los que amaba, se tomaba un trago de cerveza, de caña de Mahuixtlán, de scotch blue label o de chocolate espumoso que ella había molido con delicadeza, mientras pensaba en el pasado de felicidad, deseosa del futuro, para encontrarse más allá de la oscuridad, en las entrañas del inframundo.
II
Deseoso de la vida, se sentaba a la mesa, ¿qué mejor homenaje a la vida? Sí, ahí estaban los tamales rancheros, de elote con carne, de pipián con frijol negro, de elote de dulce y de masa cernida con manjar de fresa y piña. Del tamal pasaba al mole de Xico, que disfrutaba como una pirotecnia de sabores, con un muslo del pollo de rancho que había cuidado en el traspatio de su casa.
Recordaba los viajes a ese pueblo mágico, las tortillas recién salidas del comal, los frijoles refritos con queso, el plato caliente de Xonequi y los licores de verde, de mora, de nanche y de guanábana. ¡Qué manera de elevar el espíritu!, decía. ¡Qué homenaje a la vida!
Subía a Xico viejo y saboreaba las truchas enchipotladas, al chile-limón, a la veracruzana, mientras veía, en El Paraíso de la trucha, a un cervatillo que comía hierba fresca y la música del riachuelo que cruzaba entre las mesas, inundaba sus oídos. Cortaba un durazno maduro, saboreaba su dulzura y de postre, se empujaba unos plátanos fritos con crema y queso.
III
Viajaba al mercado Jáuregui, disfrutaba la algarabía de la gente, a pesar de la pandemia, del collage multicolor, de las figuritas de jamoncillo, de las flores abundantes que lo llevaban a San Pablo Coapan, ese pueblito del municipio de Naolinco que nació de una epidemia, de migrantes que huyeron de la muerte en Santa María Magdalena Coapan.
Llegaba al Mirador de don Cirenio Castillo en Alto Lucero. Abría apetito con un trago de toronjil, el limoncello alteño que le hacía recordar un recorrido nocturno por el Trastévere, ese barrio a orillas del río Tíber, en Roma. Ahí, mientras don Cirenio le contaba el día que voló en parapente, se comía una torre de enchiladas, con chile pepita, queso fresco y una cecina única, “especial” que la esposa encargaba al carnicero del pueblo.
De regreso a Xalapa pasaba por jamoncillo de pepita de Trapiche del Rosario, cuyas variedades actuales endulzaban el paladar con guayaba, dulce de leche o almendra. Como podía volar, llegaba al restaurante Conchita en Actopan y veía cómo los vivos disfrutaban de langostinos, camarones para pelar, filetes de robalo a la veracruzana o de hueva de bobo en caldo o frita, aunque sabía que la mejor era la de Santa Rosa, en casa de la familia del padre Rafa Muñiz.
IV
Por la tarde, subía a La Joya, para comerse unas chuletas de cordero con frijoles negros, pico de gallo y tortillas de mano, en el mesón de Darío. El frío le helaba las manos, pero las calentaba con una taza de café de olla, caliente, que acompañaba con un pay de queso, el mejor de toda la región.
Cuando el sol empezaba a acurrucarse en el horizonte llegaba a la laguna de Alchichica, hervía café en una vieja olla y lo tomaba mientras se emocionaba, como el Principito de Antoine de Saint-Exupéry, por el atardecer que le humedecía los ojos, imaginándose abrazado por el universo.
Regresaba a Xalapa, abrazado por la neblina de Las Vigas y Perote, mientras veía senderos de flores de luz o Cempasúchil, que guiaban a las almas a la tierra de los vivos. Llegaba a su casa, guiado por el ladrido de los perros y se sentaba frente al altar que pusieron en su honor e intentaba abrazar a los suyos, pero ya no podía hacerlo.
En la lejanía de la memoria, aún recordaba los versos que había escrito: Viene la muerte esta noche, a llevarse nuestros sueños, así es la vida, un derroche, a pesar de los empeños. Es fracaso de la vida, destino que nos alcanza, la eternidad desmentida, una muy dulce venganza.
El ladrido de su xoloitzcuintle lo despertó de ese viaje y así, emocionado por la vida, regresó al Mictlán, abrazando los recuerdos de quienes lo seguían amando, allende las fronteras de la muerte.