Los ojos de Mohamad Nasem brillan cuando explica las aventuras de un príncipe legendario. Pero en Pakistán, donde hasta hace medio siglo los contadores de historias eran muy populares, las redes sociales los han relegado casi al olvido.
Mientras cuenta las hazañas del famoso Saif-ul-Malook, una docena de hombres sonríe cuando menciona a la madre del héroe, “fuerte como 25 luchadores”, o a su prometida, “tan bella que, los que la miran desnudarse, escondidos, se desmayan”. Mohamad Nasem, con su barba blanca, parece sorprendido de tener tanto público. Según él, se debe a la entrevista con la AFP. “Normalmente, la gente me dice que estoy loco cuando explico estas historias”.
Este comerciante, de 65 años, asegura que conoce “50 leyendas”, que su padre le enseñó.
Desde el pequeño pueblo de Shogran (al norte de Pakistán), recubierto de nieve, explica que las historias, que “pueden durar días”, son “auténticas”, y constituyen “la historia, la cultura” de ese país.
Pero Mohamad Nasem no las ha transmitido a sus seis hijos.
“Cuando muera, estas historias morirán conmigo”, dice quien se considera “uno de los últimos contadores de historias” de la región.
MERCADO
A dos horas de Shogran, en el pueblo himalayo de Naran, cerca de donde se encuentra el lago Saif-ul-Malook, los jóvenes guías también conocen la historia del famoso príncipe y la cuentan a los turistas.
Pero Naran y Saif-ul-Malook son una excepción. Los cuentacuentos, otrora muy populares en Pakistán, se han apagado.
Peshawar, la capital de la provincia de Jaiber Patunjuá, donde se encuentran Naran y Shogran, fue durante mucho tiempo un lugar conocido por sus narradores. Desde el siglo XVI, tiene un “Qissa khawani bazar”, o “mercadillo de contadores de historias”, explica Muhammad Ali, que ha participado en un libro sobre el tema.
El barrio, hoy lleno de neones y de “tuk-tuk”, fue “el Time Square de la región” por “la excelencia de sus contadores de historias”, recuerda Naeem Safi, consultor de Lok virsa, el instituto de patrimonio folclórico paquistaní.
En aquel entonces, Peshawar era un importante centro de comercio en Asia central y del sur.
“La escritura no era muy habitual. La transmisión del conocimiento se hacía oralmente. Explicar historias era fundamental: la gente se consideraba instruida si había oído suficientes” historias, afirma Safi.
Estos narradores eran “las herramientas de comunicación de aquella época. Eran los mensajeros”, reitera Ali Awais Qarni, investigador en historia y literatura de la Universidad de Peshawar. Unos relataban los peligros que corrieron en los trayectos, otros, guerras en países lejanos.
SEMANAS O MESES
“Cuando contaban la verdad, siempre añadían un poco de poesía y color”, asegura Qarni. “El público los escuchaba durante horas. A veces, una historia podía durar una semana, o un mes”.
A sus 75 años, Khwaja Safar Ali recuerda su juventud en Peshawar y el momento en que llegaban las caravanas de comerciantes. Por la noche, “nos sentábamos todos juntos y escuchábamos a los contadores de historias. Nos hablaban de Kabul, la URSS, Uzbekistán. Conocíamos esos países gracias a ellos”.
Pero, en los años 1960, con el transporte moderno, dejaron de llegar las caravanas a Peshawar, explica. Y aunque estos cuentacuentos seguían narrando historias en pequeños grupos, poco a poco fueron suplantados por la radio y la televisión.
“Hoy en día, los contadores de historias han desaparecido. La gente no tiene tiempo de escucharlos. Y ahora tienen sus teléfonos celulares, las redes sociales”, constata Khwaja Safar Ali, mostrando su propio móvil: “Es esto lo que ahora cuenta las historias”.
Uno de los últimos narradores de Peshawar, nacido en 1934, murió recientemente, explica Jalil Ahmed, un guía que hasta hace poco llevaba a sus clientes hasta este cuentista. “Ahora, la única manera de ver a estos contadores será quizás en el cementerio”, se lamenta.
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